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Mientras la policía va desgranando lo sucedido, los lugareños de esta zona rural y de fuerte raigambre religiosa permanecen desgarrados por la masacre. Charlie Young, expolicía de 71 años, barruntaba esta mañana apoyado en su furgoneta: "Esto es cosa del diablo. Él sabe que cada vez falta menos para el día de la llegada de Jesús y está aprovechando el tiempo que le queda. Y está haciendo bien su trabajo". Young, un texano amable de bigote blanco, no cree que exista un problema con la regulación del acceso a pistolas y rifles en Estados Unidos. Repite el mantra de los defensores de las armas: "Ellas no matan. Matan las personas. Nosotros hemos crecido entre armas y nunca hemos tenido problemas", dijo mirando a su amigo Connie Ring, 82 años, conductor de tráiler retirado, animándolo a hablar.
–Ningún problema –ratifica Ring.
–¿Ustedes tienen armas en casa?
–Tenemos un poquito de todo –respondió.
Para ellos no cabe duda de lo que pasó el domingo en la iglesia. Satán poseyó a Devin Kelley, lo armó con dos pistolas y un fusil de asalto Rueger AR-15, lo subió al coche vestido con un uniforme negro de combate, lo detuvo de camino en una gasolinera para llenar el tanque de combustible y lo dirigió a la capilla de Sutherland Springs, un pueblito de medio millar de vecinos, anodino, con sus casas familiares de madera, su oficina postal, sus campos alrededor de amarillo otoñal, y le dijo: "Dispara, mátalos a todos". Y Devin Patrick Kelley salió del coche hacia la iglesia con la cara cubierta por una máscara con el dibujo de una calavera.
Dos vecinos a la caza del asesino
A
Davin Kelley lo paró un vecino que le disparó con un rifle desde fuera
de la iglesia. Herido, no pudo continuar con la masacre. Tiró el fusil
de asalto y se fue hasta su coche para escapar de allí, aún con dos
pistolas en su vehículo. El hombre que le disparó, cuyo nombre no se ha
revelado aún, le pidió a un joven que tenía su coche allí que salieran
en búsqueda del asesino. "Y eso es lo que hice", dijo a la prensa
Johnnie Langendorff, el conductor improvisado, un veinteañero de
expresión agradable con sombrero de vaquero y la calavera de una vaca
tatuada en el cuello. Condujeron tras Kelley a más de 150 kilómetros por
hora por carreteras comarcales y tras 15 minutos de persecución, el
asesinó se salió de la carretera. La policía lo encontró muerto con dos
heridas de balas, la que le infligió el vecino y otra que se hizo a sí
mismo, lo que apunta a que Kelley cerró su huida imposible suicidándose.
Los investigadores vislumbran que la carnicería de Kelley pudo tener como espoleta "sus problemas domésticos". Despedido del Ejército en 2012 por violencia doméstica, Kelley, que vivía a unos 60 kilómetros de Sutherland, se desplazó a cometer su barbaridad hasta la misma iglesia baptista a la que solía acudir su suegra. Ella no había ido esta vez a la capilla. "Sabemos que Kelley le había enviado mensajes de amenaza pero no podemos dar más detalles", ha dicho a la prensa el portavoz de Seguridad de Texas, que descartó otras conjeturas: "Esto no tuvo una motivación racial ni tampoco tuvo que ver con las creencias religiosas".
El Estado de Texas le había denegado a Kelley una solicitud para la portación de armas. Su negativa historia militar le puso trabas, pero no las suficientes. Lo que sí logró fue una licencia de seguridad privada que le permitió comprar el fusil.
Además de los 26 muertos hubo 20 heridos y diez se encuentran hospitalizados en situación crítica. El domingo negro de Sutherland Springs es la mayor matanza con armas de fuego cometida por un tirador solitario en la historia moderna de Texas, y por ahora la quinta peor registrada en Estados Unidos, solo un mes después de la más fatidica, en Las Vegas, que dejó 58 muertos en un concierto.
"¿Cómo nos ha podido pasar esto aquí?", se pregunta Jessica Balcar, de 45 años, del vecino pueblo de Floresville. "Esta es una zona donde dejas el coche abierto cuando aparcas en el supermercado, o abres las ventanas de tu casa por la noche para que entre el fresco. Aquí nos cuidamos unos a los otros, y Jesús nos mantiene juntos, fuertes. ¿Por qué tuvo que venir un asesino de fuera a hacernos esto?". Balcar comenta que alberga "sentimientos muy, muy feos" hacia el fallecido Kelley y que quiere mantener esos pensamientos en su intimidad. Y reclama que se prohíban ya las armas: "Que las tengan los policías. ¡Y nadie más!".
El domingo de madrugada, Sutherland Springs era un lugar oscuro, silencioso, donde sonaban los grillos y brillaba el neón de la Primera Iglesia Baptista aún con el anuncio de la fiesta de Halloween. A 50 metros de la capilla, desde fuera del área acordonada, resultaba imposible imaginar cómo había sido posible que unas horas antes en un lugar tan sencillo y apartado –uno de esos sitios destinados a que jamás pase nade relevante– se hiciera real el escenario de una película de terror.
Entonces nos ponemos a repasar la trayectoria vital de un veinteañero llamado Devin Kelley, sus problemas en el Ejército, sus problemas familiares. Lo observamos en fotos. El pelo lacio, la piel blanca, la nariz con respingo, la cara redonda con barba descuidada, los ojos verdes de párpados pesados. Lo visualizamos con el AR-15 en la mano. Y no sabemos si lo compró Kelley o Satán. Pero sí que estaba en venta.
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