Epidemia porque tiene efectos devastadores en más de la mitad de la sociedad. Silenciosa porque son mayoría las mujeres que ocultan estas agresiones íntimas. “Tienen mucho miedo a que no las comprendan, padecen un gran sentimiento de culpa que no es algo congénito, sino que de alguna forma les llega desde el entorno. Un entorno en el que todavía se trata este tema con una frivolidad extrema, en el que aún se oye cotidianamente que ella se lo estaba buscando, que algo hizo; sobre todo cuando se trata de alguien conocido, un familiar, amigo, allegado, que es el 80% de las veces”, remarca Tina Alarcón, presidenta del Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales de Madrid (CAVAS), que lleva casi cuatro décadas trabajando con mujeres que han vivido situaciones de abusos sexuales. Y el fenómeno es global. En todo el mundo el patrón de culpa y culpabilización, desamparo, incomprensión y desinformación es común.
Cinco supervivientes de violencia sexual rompen el silencio: “Contar mi agresión me ha ayudado a sanar”
Los
abusos sexuales son una epidemia silenciosa con un alto coste social.
Quienes los han sufrido suelen callar por la culpa, el estigma y el
miedo. Algunas comienzan a hablar
Alrededor de 120 millones de niñas en todo el mundo —más de una de cada diez— ha sufrido violencia sexual a lo largo de su vida,
según datos recientes de Unicef. En Europa, una de cada diez mujeres ha
sido víctima violencia sexual desde los 15 años; y una de cada 20 ha
sido violada, según la última encuesta de la Agencia de Derechos
Fundamentales de la UE (2014). A nivel mundial, una de cada 14 ha
sufrido algún tipo de agresión sexual —abusos con y sin penetración, por
ejemplo— por parte de alguien que no es su pareja, como apunta un
estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el mayor informe
global hecho hasta la fecha. Un marea abrumadora de cifras que, sin embargo, según las expertas, no ofrece la radiografía real de lo que consideran una epidemia silenciosa.
Epidemia porque tiene efectos devastadores en más de la mitad de la sociedad.
Silenciosa porque son mayoría las mujeres que ocultan estas agresiones
íntimas. “Tienen mucho miedo a que no las comprendan, padecen un gran
sentimiento de culpa que no es algo congénito, sino que de alguna forma
les llega desde el entorno. Un entorno en el que todavía se trata este
tema con una frivolidad extrema, en el que aún se oye cotidianamente que
ella se lo estaba buscando, que algo hizo; sobre todo cuando se trata
de alguien conocido, un familiar, amigo, allegado, que es el 80% de las
veces”, remarca Tina Alarcón, presidenta del Centro de Asistencia a
Víctimas de Agresiones Sexuales de Madrid (CAVAS), que lleva casi cuatro
décadas trabajando con mujeres que han vivido situaciones de abusos
sexuales. Y el fenómeno es global.
En todo el mundo el patrón de culpa y culpabilización, desamparo,
incomprensión y desinformación es común. Estas son algunas de las
historias de supervivientes de la violencia sexual. Mujeres que rompen
el silencio con sus historias para acabar con el tabú y frenar la
epidemia.
Ana: “Quien debía cuidarme y protegerme me robó la inocencia”
La
primera vez que él entró en su habitación estaba dormida. Hacía frío y
estaba tapada hasta arriba con el edredón. Han pasado 21 años, pero Ana
ha vuelto a esa noche otras muchas. Puede ver el color de las sábanas,
recordar que él llevaba un pijama azul. Con el paso de los años, ese
recuerdo difuso al principio es cada vez más claro. La luz anaranjada
que emitía la lamparita de la mesilla de noche, el gotelé de la pared.
“Tenía siete años, era una renacuaja a la que le encantaba jugar a las
construcciones y salir al patio, me sentía bastante feliz”, cuenta
encogiéndose de hombros y aferrándose a la taza de té que tiene entre
las manos largas y huesudas.
Hoy tiene 28 años y es una joven espigada de pelo negro y
mirada color avellana. Le ha costado un lustro hablar de los abusos
sexuales que sufrió por parte de un familiar muy cercano. Abusos que
duraron hasta los 17 y que, explica, nunca ha contado a su madre ni a su
hermano. “Es por eso que es mejor que me llames Ana”.
“Crecí como si fuera dos personas, una pequeña y asustada
que recibía la visita de ese hombre y otra, risueña y habladora,
temerosa de que alguien descubriese lo que estaba pasando”, cuenta. Y
así pasaron los años hasta que, después de un intento de suicidio las
“visitas” se hicieron menos frecuentes. Después, ella se marchó de su
casa, en una ciudad española, a Madrid. Y apenas ha vuelto. Hoy, Ana se
está recuperando. Lleva unos años en tratamiento por ansiedad y por el
trastorno de la alimentación que sufre desde la adolescencia, algo muy
común en personas que han experimentado abusos, según las expertas.
“Cada día me digo que soy una superviviente, que he pasado por mucho y
que puedo con todo, que ese hombre que tenía toda mi confianza, que
debía cuidarme y protegerme, mi abusador —como me fuerzo a decir—
arruinó mi infancia y me robó la inocencia pero no me va a destrozar la
vida”, dice. “Somos muchas [1,4 millones, según una macroencuesta del Ministerio de Igualdad español, de 2015],
no estamos solas”, afirma. Ana, sin embargo, sigue lidiando con la
culpa. La misma que la acompañó durante años, cuando él le hacía
regalitos que ella no podía rechazar y luego la llamaba puta por
aceptarlos. También la culpa por callar durante tanto tiempo le impide
hablar ahora dice. “Sé que si lo cuento todo va a cambiar y que aquellos
a los que más quiero van a sufrir mucho”, dice.
Juanita Díaz: “Contar mi caso me ha ayudado a sanar”
ampliar fotoJuanita Díaz frente a la Universidad Javeriana de Bogotá, donde fue agredida.Camilo RozoEL PAÍS
A Juanita Díaz le costó muchos meses asumir lo que le había
ocurrido. A sus 19 años todavía no había iniciado su vida sexual cuando
fue agredida por un compañero de clase en uno de los laboratorios de
fotografía de la Universidad Javeriana de Bogotá, donde estudiaba Artes.
“Yo estaba esperando a que se secaran las fotos de uno de mis proyectos
finales. Estaba sola porque era la hora de comer. Él entró y me saludó, yo le conocía así que no sospeché nada”, cuenta la joven.
Juanita es menuda, con unos enormes ojos castaños y la piel clara.
Relata con voz tranquila cómo él bloqueó la puerta de uno de los
cuartos, la agarró y le arrancó la blusa. “Yo me paralicé, estaba como
en shock. Solo podía decirle que ya no más, que me dejara. Él, a gritos,
me repetía que era una 'perra malparida”, dice.
Finalmente pudo escapar de la sala sin que él terminase lo
que había empezado. “De los nervios no sabía ni dónde ir. Ese día no fui
capaz de contarle a nadie. Más tarde dejé a mi novio porque no podía
soportar tener cerca a otro hombre, me encerré en casa, tenía tanto
miedo que llegué a ir con un destornillador en el bolso…”, cuenta.
Cuando las clases se reanudaron tras las vacaciones volvió a ver a su
agresor. “Me fui corriendo a baño a vomitar y me metí en casa. Sentía
que estaba enloqueciendo hasta que una madrugada me rompí y se lo conté a
mi hermano. Después a mi padre y a mi madre”, explica. Juanita empezó a
tratarse del estrés post-traumático que padecía y denunció a su
agresor. Primero a la Universidad y después a la policía. Tardó un año y
medio en poder reportar el caso. Más tarde descubriría que ella no
había sido la única, que el tipo había agredido a otra decena de chicas.
La institución educativa terminó por expulsar al estudiante. Sin
embargo, todavía hoy, cinco años después del suceso, no ha salido el
juicio por agresión sexual.
Como en el caso de Juanita y de Ana, más del 80% de los
abusadores son conocidos: familiares, amigos, allegados, incluso la
propia pareja. Y ese es uno de los factores que contribuye a perpetuar
el silencio. “Yo finalmente pude hablar. Contar que fui agredida me ha ayudado a sanar. Ahora soy una mujer empoderada”, dice. La joven ha escrito una canción, Despegas,
fundado una organización para luchar contra los abusos en las
instituciones (I de insistencia), hace acompañamiento a otras
supervivientes y ha colaborado en la creación de protocolos
universitarios para prevenir que otras pasen por lo mismo.
Macarena García. “Me avergonzaba decir que mi marido me había violado”
ampliar fotoLa sevillana Macarena García sufrió abusos por parte de su marido.Paco Puentes
“Sufrí malos tratos durante años y si te da corte decir que
te han pegado o insultado imagínate decir que te han violado. A mí me
avergonzaba muchísimo. Hablar de sexo todavía no está normalizado, se ve
como algo inadecuado”, dice Macarena García, de 48 años. Estuvo casada
23 con un hombre que la maltrataba física y psicológicamente. Y dentro
de esa violencia física también había violencia sexual, como en la
mayoría de los casos. “Al principio piensas ‘es mi marido y estas cosas
hay que hacerlas así’, hasta que te das cuenta de que no eres un objeto
sino una persona y que no tienes que hacer nada que no quieras”,
reclamar Macarena, que vive en un pueblo de Sevilla y que desde que ha
salido de la relación abusiva colabora con la Fundación Ana Bella de mujeres supervivientes.
Habla y lo hace porque sostiene que es importante romper el
silencio para que aquellas que sufren sepan que no están solas. “Yo
recuerdo noches de terror en las que terminaba cediendo a mantener sexo
para que mis hijos no se despertaran. O cuando me decía que si quería
dormir en la cama tenía que hacer lo que él quisiera”, cuenta. Macarena,
que tiene dos hijos (18 y 19 años), explica que además, cuando terminó
por pedir ayuda nunca nadie le preguntó por la violencia sexual. Que
hablar de ella también fue algo que surgió con el tiempo y la
recuperación: “No es una cuestión de sexo, sino de dominación, de
poder”.
Sunitha Krishnan: “Ocho hombres abusaron de mí, pero para mi entorno la culpable fui yo”
Sunitha Krishnan.
Lo cuenta todo con una tranquilidad que abruma: “Cuando
tenía 15 años fui violada por ocho hombres. Mi entorno, mi comunidad, me
juzgó entonces como la culpable y no como la víctima de un crimen,
decidieron que mi carácter no era bueno, que había hecho algo para
merecerlo. Me aislaron, mi familia dejó de ser invitada a actos
sociales. Me consideraban una prostituta”. La india Sunitha Krishnan
tiene hoy 44 años, es una mujer bajita de la que emana un discurso
poderoso y fuerte. “Después de aquello, prometí que no dejaría que eso
me destruyese, que me recuperaría y dedicaría mi vida a combatir la
violencia sexual, a visibilizar el tema y a ayudar a otras mujeres”,
cuenta. Lo hizo. Sunitha ha fundado Prajwala, una organización que
asiste a mujeres que han sido esclavas sexuales. “Mujeres que no han
sido violadas una vez, como me ocurrió a mí, sino cientos de veces…”. Y
desde su activismo exige a las instituciones mejores políticas de asistencia y de prevención. Y habla contra la culpa. La propia y la de la sociedad.
No hay que educar a nuestras hijas para que se ‘cuiden’, sino a nuestros hijos para que respeten"
“Si se puede, es importante hablar, romper el silencio",
cuenta por Skype desde Hyderabad, donde tiene la sede principal de su
organización. Ella no pudo denunciar a sus violadores ante la policía,
no pudo acudir a los tribunales, pero sí cuenta lo que le ocurrió para
ayudar a otras mujeres. "Es la única manera de cambiar las cosas.
También educar, pero no a nuestras hijas para que se ‘cuiden’, sino a
nuestros hijos para que no sean unos agresores, para que respeten. A que
entiendan que si no es ‘sí’ es ‘no’.
Sindy Hernández: “No se me identifica como víctima porque no ando llorando y arrastrándome por el piso"
Cuando Sindy Hernández tenía cuatro años fue raptada en
plena calle y violada. Sus padres, una pareja humilde de campesinos
emigrados a Bogotá, tenían una cigarrería y ella se había escapado a
jugar a la calle mientras los mayores trabajaban. Se dirigía a casa de
una amiga cuando se la llevaron. “Recuerdo poco, pero me viene
claramente una frase que me dijo mi agresor, que yo era ‘muy buena
perra’. Esto rigió mi vida sexual desde esa fecha en adelante”,
recuerda. Su familia nunca habló del tema. “Son muy conservadores y su
manera de afrontarlo fue ocultarlo, como si nunca hubiese pasado”, dice
la mujer, que ahora tiene 41 años.
ampliar fotoSindy Hernández, de 41 años.Daniel Villa
A los diez años, un amigo de la familia engatusó a la
pequeña Sindy, una niña rubia de grandes ojos azules, y la encerró en el
baño. Allí la masturbó mientras él también se tocaba. “Fue listo, no me
amenazó, me manipulo, me dijo que no le contara a los papás, que eso
era lo que hacían los novios. No le volví a ver pero todo eso me forjó
la personalidad. Terminé por asumir esa frase que mi primer agresor me
había dicho y me volví alguien complaciente con mis parejas sexuales.
Eso me convirtió en tremendamente susceptible de ser agredida”, remarca.
Después conoció al que fue su marido, un actor mexicano que
tras el típico periodo de luna de miel también la maltrató. “Cuando ya
estaba separada, hace tres años, fue cuando me di cuenta de que también
él había abusado sexualmente de mí. No me cabía en la cabeza que
pudieras ser violada si estabas casada, pero si no es sexo consentido es
violación. Así que fui violada muchas veces dentro de mi matrimonio”,
apunta.
Aún tiene miedo a su exmarido. No se ha recuperado del todo:
“No se me identifica como víctima porque no ando llorando y
arrastrándome por el piso, pero hay que sobrevivir y yo lo he hecho. Y
sobrevivo porque lo cuento. Hablo para que este secreto que la sociedad normaliza por estar oculto salga a la luz y se vea como intolerable. Cada día me repito y repito a mi hijo, para que lo aprenda: 'tú vales, tu cuerpo es sagrado, tú decides quién te toca”.
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