La economía psicológica
La concesión del Premio Nobel de Economía a Richard Thaler es una excelente ocasión para entender una corriente, la denominada economía del comportamiento o conductual, uno de cuyos fundadores, el psicólogo Daniel Kahneman, ya recibió ese galardón en 2002. El fundamento básico de esa tendencia es la proposición según la cual los individuos sufren una serie de errores cognitivos, incluidos la falta de autocontrol o el cortoplacismo. Ello les conduce con demasiada frecuencia a actuar de una forma irracional e inconsistente con sus propios intereses y con sus verdaderos deseos. Este enfoque convierte en excepción el paradigma de que la razón rige, por regla general, la acción humana. La negación de esa premisa abre el portillo, da justificación académica a la arbitraria intervención de los poderes públicos en la economía y en la esfera de autonomía individual.
De entrada, afirmar que el comportamiento de los seres humanos cuando toman decisiones económicas es racional, no implica negar cualquier otra influencia sobre sus actos. También es evidente que éstos no se realizan con todos los elementos asignados por los libros de texto a un agente con información perfecta que, conforme a ella, maximiza su función de utilidad. Ahora bien, a través de los incentivos proporcionados por el sistema de precios, las personas proceden, en promedio, de una manera bastante aproximada a la descrita por el modelo. Como escribió Milton Friedman, el valor de las teorías económicas no se juzga por su realismo psicológico, sino por su capacidad de predecir el comportamiento y evaluar resultados. En consecuencia, la hipótesis de que los agentes son racionales quizá parezca poco realista, pero su alternativa, inferir que se equivocan sistemáticamente, lo es aún menos.
La importación de las ideas de la psicología al ámbito de la economía supone ignorar las diferencias esenciales que existen entre ambas disciplinas. Los economistas estudian las consecuencias de la cooperación entre agentes que interactúan en el mercado; los psicólogos están interesados en el comportamiento individual, en especial, en las disfunciones de las personas. Si se acepta que, a priori, la mayoría de la gente no está aquejada de disfuncionalidades, el axioma de que es racional cuando actúa tiene mayor consistencia y poder explicativo que su impugnación para entender el funcionamiento de una economía de mercado y, también, el de un orden social complejo.
Si las incompatibilidades entre el método y la finalidad de la economía y los de la psicología bastan para debelar las bases de las teorías de Thaler y de sus compañeros de escuela, las implicaciones políticas derivadas de ellas son muy inquietantes. La asunción de la irracionalidad del hombre común y, en este caso, de los resultados de su acción en un mercado libre les lleva a plantear la necesidad de que alguien, el Estado, intervenga para corregir esa situación. Los paladines de la economía del comportamiento definen su programa en este campo con el eufemismo de paternalismo liberal, en contraposición al anti-paternalismo del liberalismo clásico y al paternalismo duro de naturaleza autoritaria o totalitaria.
La aceptación de que el paternalismo y el intervencionismo estatales son precisos para evitar que la gente actúe en su perjuicio, plantea la cuestión de dónde y en qué dosis han de aplicarse esas terapias curativas. El primer e insalvable obstáculo para responder a esas preguntas es cómo se determina y se prueba que el comportamiento o las elecciones adoptadas por un ser humano adulto son irracionales en vez de ser una expresión de unas preferencias diferentes a las estimadas correctas, buenas o convenientes por el Estado y sus servidores. Esta cautela introduce la presencia de un grado inasumible de discrecionalidad. Ni la teoría ni la evidencia proporcionan base alguna para determinar cuál es el interés real y verdadero de los ciudadanos, oculto bajo una capa de irracionalidad que sólo los santones neo paternalistas arropados en la bandera de la economía del comportamiento son capaces de descubrir.
En segundo lugar, es difícil creer que los burócratas y los políticos están, por no se sabe muy bien qué poción mágica o fenómeno sobrenatural, provistos de la hiper-racionalidad o, al menos, por la racionalidad que se niega al individuo medio en sus decisiones privadas. Esta esquizofrenia, este desdoblamiento arbitrario y tosco de la naturaleza humana es insostenible desde cualquier óptica y existe una abrumadora literatura y evidencia empírica de ello. Si el homo psichologicus de Thaler y su insuperable irracionalidad es un rasgo determinante del individuo, esa característica afecta a todos los seres humanos. Esta es una falla lógica insuperable en la doctrina del último Nobel de Economía y de toda la línea de pensamiento asociada a ella.
La economía del comportamiento o, mejor, la economía psicológica económica carece de fundamentos sólidos, es inconsistente en el plano lógico y permite tanto una expansión casi ilimitada del sector público en la economía como la reducción de la libertad individual. La causa en favor de los mercados libres no reside en que las elecciones de cada individuo sean perfectas sino, entre otras cosas, en la dilatada experiencia de que la burocracia es un pésimo sustituto de las decisiones tomadas por los individuos en libertad. Las limitaciones del intelecto humano son precisamente unos de los cimientos a favor de mercados libres y competitivos que permiten, a través de los precios, proporcionar el conocimiento y la información dispersa en una economía.
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