Ole, maestro
Da gusto escuchar a Sabina soltando cuatro verdades
Solo he visto dos veces a Sabina, una de cerca y otra a lo lejos. La primera vez fue en el cambio de siglo en Madrid. Pasaban las cinco de la mañana. La noche todavía no me aburría hasta el bostezo y siempre parecía albergar expectativas. Una amiga y yo nos estábamos corriendo una buena parranda y nos entró el hambre. Acabamos en un garito que servía espaguetis casi hasta el alba. Allá estaba Sabina, ante una mesa de mantel rojo y blanco. Ajeno a los náufragos noctívagos y a la mujer que lo acompañaba, el poeta leía un libro, tan absorto y ajeno como si estuviese plantado en la Biblioteca Nacional. Me encantó su libérrima indiferencia.
Luego le dio aquel jamacuco del verano de 2001, que casi lo reúne con Elvis. El susto lo obligó a aparcar los trujas y las evasiones escocesas y colombianas. Un cambio de vida drástico tras lustros sin horarios y de presunta inmortalidad insomne. Al echar el freno le entró la depre. Normal. Pero remontó. Volvió a componer discos fabulosos y regresó al ruedo, mermado y al tiempo entero. La segunda vez que lo vi fue este año en el Royal Albert Hall. Evocó sus años de exilio setentero en Londres, "cuando cantaba en restaurantes inmundos y fui squatter antes de que se inventase la palabra okupa". Vestía el bombín reglamentario y uno de esos trajes suyos, un poco chaplinescos. Se sujetaba un brazo y se recogía en un taburete cuando flaqueaban las fuerzas. Las mermas estaban allí, pero defendió su cancionero con fiereza, como esos viejos defensas centrales que saben mantener la posición cuando la cintura ya chirría. Arrasó.
Sabina está de vuelta de todo. Pero hay cosas que no soporta. Por ejemplo que se maltrate a su país. Lo dijo ayer, con esa valentía tan ausente entre sus pares: "Estoy radicalmente en contra de que alguien quiera hacer una patria pequeñita teniendo una tan grande". Puso verde al nacionalismo fanático y denunció lo inaceptable: "Tengo amigos allí que ya no pueden opinar libremente por sentirse españoles".
Da gusto escuchar al maestro largando cuatro verdades. Las que hay que decir y tantos callan.
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